LA PROMESA – Lorenzo confiesa los crímenes de Leocadia delante de Alonso después de ser encontrado
La noche se cernió sobre La Promesa con un silencio tan tenso que parecía presagiar una desgracia inminente. Tras la humillación pública que Lorenzo había infligido a Curro frente a todos los invitados, el joven se movía por los pasillos con una furia contenida que apenas lograba dominar. Aquella risa burlona del capitán, el chasquido del brindis y las palabras convertidas en veneno seguían resonando en su mente, y cada eco era un golpe más en un corazón acostumbrado demasiado pronto al dolor.
Curro cruzó el patio con paso decidido, consciente de que, al fin, había traspasado una frontera que llevaba años temiendo. Ya no estaba dispuesto a soportar más humillaciones. Encontró a Lorenzo en los establos, tranquilo, fumando con esa arrogancia que siempre lo había acompañado. El capitán lo recibió con insultos, pero esta vez Curro no bajó la cabeza. Lo desafió. Lo obligó a mirarlo como un igual. Lorenzo respondió con una crueldad aún mayor, insinuando que Curro no tenía ni nombre ni sangre que valiera la pena. Pero un leve gesto, una sombra de duda en su mirada, despertó en el joven una sospecha que llevaba tiempo dormida.
Los dos hombres caminaron hacia el pabellón de caza. Allí, Lorenzo sacó un sobre grueso, lacrado, lleno de documentos que —según él— podían cambiar el destino del muchacho para siempre. Cartas, actas, pruebas… todo lo que podría darle una identidad o destruirla para siempre. Pero el capitán, con fría premeditación, acercó el sobre al fuego de una lámpara de aceite. Curro, impulsado por la desesperación, se abalanzó sobre él y comenzó un forcejeo que lo cambió todo. La lámpara cayó y el aceite derramado encendió un incendio voraz. En medio del caos, un disparo rompió el aire. Montado sobre el estruendo, el sonido fue tan brutal que durante un segundo Curro creyó haber sido alcanzado. Pero quien cayó fue Lorenzo, herido en el costado. El sobre se abrió y los papeles se esparcieron por el suelo mientras las llamas comenzaban a devorarlos.

Curro, aturdido, vio una sombra que se marchaba a toda prisa del pabellón. No tenía arma. No había disparado. Pero el fuego avanzaba, y la única certeza era que esos documentos podían ser la clave de su vida. Se arrodilló y, pese al calor abrasador, recogió tantos papeles como pudo.
Cuando Manuel, Toño y varios criados llegaron, lo encontraron emergiendo del humo, envuelto en ceniza y sosteniendo los documentos como si contuvieran su alma. Sacaron a Lorenzo y llamaron al médico, quien informó que el capitán se debatía entre la vida y la muerte. La noticia provocó un estallido de rumores en toda la casa, y muchos señalaron a Curro como el culpable. Pero Manuel y otros se pusieron de su lado, convencidos de que su reacción había sido la de un muchacho que, en vez de huir, prefirió rescatar la verdad.
Enora, por su parte, se debatía en su propia tormenta. Sus mentiras, su vínculo con Lisandro y la presión constante a la que estaba sometida la habían llevado al borde de un colapso moral. Toño la confrontó con dulzura, recordándole que no estaba sola, que Manuel y él querían ayudarla. Pero antes de que pudiera decidir si confesarlo todo, las criadas irrumpieron en el pasillo avisando del disparo. A partir de ese momento, Enora supo que ya no podía guardar silencio. Y cuando Manuel reunió a todos para aclarar la situación, ella alzó la voz y reveló el miedo que Lisandro tenía a Lorenzo por un asunto turbio que involucraba a Don Luis. Podía ser él el responsable del disparo.
Mientras tanto, Martina velaba a los niños con una determinación nueva. Aunque hablaba de marcharse a Sevilla, Ángela le recordó que no era una mujer hecha para la huida. Martina lo sabía, pero le costaba admitir que quedarse no solo era por los pequeños, sino también por las personas que empezaban a importarle demasiado. Jacobo la escuchó desde el umbral, sin atreverse a entrar, sintiendo cómo cada palabra encendía en él una mezcla de esperanza y tristeza.
Cuando los documentos rescatados fueron extendidos sobre la mesa, una verdad casi increíble salió a la luz: un acta de paternidad. Lorenzo reconocía a Curro como su hijo. El impacto fue tan grande que la casa entera pareció detenerse. Curro lo negó primero, incapaz de aceptar algo tan contradictorio con todo lo que había sufrido. Pero Toño, con una lucidez que nadie esperaba, explicó que el odio de Lorenz